A nadie escapa que, en los años que vivimos, las tradicionales normas sobre el atuendo se han esfumado hasta casi desaparecer y que, en consecuencia, cada persona se viste como le da la gana. Pero la antigua documentación local muestra que no siempre fue así.

En 1837, gobernaba Tucumán el general-doctor Alejandro Heredia, conspicua figura del régimen rosista. Una característica notoria de su estilo era el acentuado paternalismo. Ha destacado el historiador Julio López Mañán que se inmiscuía en prácticamente todos los actos de la vida cotidiana para reglamentarlos.

El 15 de junio de ese año, dictó un decreto disponiendo que “todo individuo que se presente en cualquier destino público, en día festivo de la campaña o del pueblo, andrajoso, sucio y rotoso será reputado por vago, a menos que acredite que algún motivo de enfermedad le impida el trabajo”. En la ciudad, la Policía arrestaría a los infractores, y en el campo lo harían los jueces de campaña “para aplicarlos al servicio de las obras públicas o al de las armas, según sus aptitudes”.

Los considerandos tenían en cuenta que se vivía “en un país privilegiado por la naturaleza, fecundo en recursos para vivir y vestirse con una regular decencia según su clase; y mucho más cuando los efectos de la tierra y ultramar se venden a precios sumamente acomodados”. Entonces, era “un crimen que la gente común ande andrajosa, sucia y rota”. Al mismo tiempo, conjeturaba que “esta falta debe emanar del ocio y abandono, o de que los producto de su industria y trabajo personal se invierten en vicios, con abandono total de su persona”. El gobernador entendía, finalmente, que “esta clase de gente abyecta, no es fácil que tenga sentimientos de vergüenza y honor”.